Estuvo alojada en el hotel hace unos años, durante un otoño y un invierno. Era una mujer que ya pasaba de la treintena; alta y de pelo largo y oscuro, con una sonrisa entre triste y melancólica plasmada en el rostro. Se registró junto a su persa gris marengo, en una de las habitaciones que daban a la ribera. Ella lo pidió expresamente así.
Por las mañanas salía temprano a correr por los alrededores. Tras media hora regresaba y se encerraba en la habitación. Desde allí pedía el desayuno, que siempre estaba compuesto por una tetera de Ceylán con clavo y jengibre, y un cruasán. No salía para nada durante el resto del día, y sólo se sabía de su presencia cuando ordenaba el resto de comidas del día al servicio de habitaciones.
Sólo una vez, la noche de Navidad, bajó al bar del hotel a tomar unas copas ella sola. Un tequila, por favor... Otro, por favor... Terminé tomándome uno a su lado aquella noche. No hablaba. Sólo me miraba y me sonreía con aire nostálg¡co y ebrio, mientras seguía bebiendo tequila. Antes de regresar a su habitación, escribió algo en una servilleta... Era un poema. Me lo leyó y unos segundos después me besó en los labios.
Tras varios días pagó la factura y se marchó del hotel. Entré en su habitación antes de que llegara el servicio de limpieza... por curiosidad. Ella había dejado algunas cosas allí. Folios escritos por ambas caras, desperdigados por el suelo; un gastado libro de L. Durrell en la mesilla de noche, un cuaderno en blanco sobre la cama, y una servilleta pegada con celo en la ventana. La servilleta del poema que escribió justo antes de besarme...
Ella, por supuesto, nunca volvió por el hotel a recoger sus cosas.