Por las noches, desde la calle se veía una luz verde encendida tras su ventana. Sólo supe que era arqueóloga de origen irlandés, y que tomaba cerveza negra los viernes por la noche con el resto de su equipo. Se convirtió en la mujer más enigmática y magnética que yo jamás había conocido. Alojada en mi hotel, se encerraba por las noches a descifrar manuscritos secretos hallados en el desierto. Era tenaz, inteligente... casi inaccesible. Una vez al mes viajaba a Egipto a continuar con sus descubrimientos de campo, para luego traer piezas y jeroglíficos al hotel. Yo siempre me impacientaba ante la espera de su regreso.
Me enamoré de ella una mañana de lluvia, cuando pronunció unas palabras insignificantes que después se convirtieron en una catástrofe para mí. Se iba a pasear algunas tardes con su bicicleta verde, dejando tras de sí la luz de su habitación parpadeando o rota. Algo me cambió por dentro desde que ella llegó. Intentaba dibujar en mi mente a la egiptóloga, pero nunca lo lograba. Nunca del todo. Apenas sabía nada de ella... porque apenas hablamos.
Y yo nunca cargué mi mirada de intenciones, ni fui valiente para acercarme, ni me atreví a pronunciar todo lo que me sacudía por dentro. Me tragué mi secreto. Más tarde subí, como en esa película, a una montaña... encontré un hueco en un árbol, y deposité allí mi secreto. Sé que cuando crecen sus ramas, el verde me delata.